Gonzalo Herranz
Departamento de Humanidades Biomédicas
Universidad de Navarra
Causa asombro grande que la existencia de una mujer en estado mínimo de conciencia -esa es la forma ahora correcta y libre de prejuicios de referirse al estado vegetativo persistente- sea capaz de ocupar una vez y otra la atención de todo un país.
Impresiona que Internet responda a la simple búsqueda de "Terri Schiavo" con más de 700.000 resultados, tantos como los que suman juntos Alejandro Amenábar y Pedro Almodóvar.
Sorprende que senadores y congresistas de la Gran República se reúnan en un fin de semana y en tiempo de vacaciones
para votar una Ley que se refiere a un mero trámite procesal que concierne a una sola persona. Causa extrañeza que la vida de Terri sea para unos una pesadilla a la que ha de ponerse fin y, para otros, un tesoro inapreciable que se ha de conservar.
Todo eso sólo tiene una explicación y es que Terri se ha convertido, sin que ella llegue a saberlo nunca, en un símbolo.
Un símbolo que, para empezar, es necesario despojar de muchas adherencias: del mucho dinero que su tragedia personal puso en juego, y que se ha gastado en buena parte en polémicas judiciales; del tono fuerte, encarnizado, que ha adquirido el debate en que se enfrentan, con vigor que en Europa parece ya inconcebible, los pro-lifers y los pro-choicers; la manipulación de los testimonios médicos con que los expertos se entregan a ese deporte nacional estadounidense de ofuscar a jueces y políticos. Nos es necesario, sobre todo, despojar los problemas éticos en juego de la sentimentalidad viscosa con que los contendientes de uno y otro lado han embadurnado datos y explicaciones.
Si consiguiéramos eliminar toda esa hojarasca, podríamos quedarnos con el núcleo del problema. No consiste éste en resolver el arduo enigma de qué es o qué vale el universal "vida humana". Ni lo es tampoco el tasar cuánto valen, o cuánto cuestan, las vidas humanas reales, tan frecuentemente encarnadas en misérrimos envoltorios corporales. El problema ante el que Terri nos fuerza a tomar posición es la cuestión, fuerte donde las haya, de si alguien puede ser el dueño de la vida de otro; en especial, de la vida de quien ni puede hacerse valer, ni puede hacerla valer.
Este es el problema que enciende las pasiones de los norteamericanos. Es lógico que discutan con ardor si un ser humano - un juez, un médico, un militar, un padre, un esposo - puede ser el dueño de la vida y del destino de otro ser humano. La vieja dialéctica de señores y siervos ha cambiado allí, y se ha convertido en la nueva racionalidad de la calidad de vida, de la dignidad personal, de la eficiencia productiva, de la titularidad para decidir. El problema de fondo es si se puede seguir reconociendo, o no, como humanos a quienes, como Terri, han venido a menos y se ven reducidos a una apariencia precaria y miserable, animada por algo meramente "vegetativo", que los despoja de su autonomía y los dejan a merced de quienes quieran cuidar de ellos.
No es la vida precaria de Terri lo que está en juego. Es la tremenda cuestión de la eutanasia de los extremadamente incapaces, de los muchos pacientes cuyo estado de conciencia ha decaído hasta el punto de no darse cuenta de lo que pasa a su alrededor, de tener que vivir dependiendo decisivamente de la ayuda que los demás quieran prestarles. En el fondo, lo que el drama de Terri encierra es esto: si el futuro está en ayudar a los dependientes o en abandonarlos a su propia debilidad.
Es un asunto apasionante. Y, en medio de tanta polémica, hay que agradecer a los norteamericanos que se apasionen como ellos lo hacen. Necesitamos, en esto, tomarlos como ejemplo.
Causa asombro grande que la existencia de una mujer en estado mínimo de conciencia -esa es la forma ahora correcta y libre de prejuicios de referirse al estado vegetativo persistente- sea capaz de ocupar una vez y otra la atención de todo un país. Impresiona que Internet responda a la simple búsqueda de "Terri Schiavo" con más de 700.000 resultados, tantos como los que suman juntos Alejandro Amenábar y Pedro Almodóvar.
Sorprende que senadores y congresistas de la Gran República se reúnan en un fin de semana y en tiempo de vacaciones para votar una Ley que se refiere a un mero trámite procesal que concierne a una sola persona. Causa extrañeza que la vida de Terri sea para unos una pesadilla a la que ha de ponerse fin y, para otros, un tesoro inapreciable que se ha de conservar.
Todo eso sólo tiene una explicación y es que Terri se ha convertido, sin que ella llegue a saberlo nunca, en un símbolo.
Un símbolo que, para empezar, es necesario despojar de muchas adherencias: del mucho dinero que su tragedia personal puso en juego, y que se ha gastado en buena parte en polémicas judiciales; del tono fuerte, encarnizado, que ha adquirido el debate en que se enfrentan, con vigor que en Europa parece ya inconcebible, los pro-lifers y los pro-choicers; la manipulación de los testimonios médicos con que los expertos se entregan a ese deporte nacional estadounidense de ofuscar a jueces y políticos. Nos es necesario, sobre todo, despojar los problemas éticos en juego de la sentimentalidad viscosa con que los contendientes de uno y otro lado han embadurnado datos y explicaciones.
Si consiguiéramos eliminar toda esa hojarasca, podríamos quedarnos con el núcleo del problema. No consiste éste en resolver el arduo enigma de qué es o qué vale el universal "vida humana". Ni lo es tampoco el tasar cuánto valen, o cuánto cuestan, las vidas humanas reales, tan frecuentemente encarnadas en misérrimos envoltorios corporales. El problema ante el que Terri nos fuerza a tomar posición es la cuestión, fuerte donde las haya, de si alguien puede ser el dueño de la vida de otro; en especial, de la vida de quien ni puede hacerse valer, ni puede hacerla valer.
Este es el problema que enciende las pasiones de los norteamericanos. Es lógico que discutan con ardor si un ser humano - un juez, un médico, un militar, un padre, un esposo - puede ser el dueño de la vida y del destino de otro ser humano. La vieja dialéctica de señores y siervos ha cambiado allí, y se ha convertido en la nueva racionalidad de la calidad de vida, de la dignidad personal, de la eficiencia productiva, de la titularidad para decidir. El problema de fondo es si se puede seguir reconociendo, o no, como humanos a quienes, como Terri, han venido a menos y se ven reducidos a una apariencia precaria y miserable, animada por algo meramente "vegetativo", que los despoja de su autonomía y los dejan a merced de quienes quieran cuidar de ellos.
No es la vida precaria de Terri lo que está en juego. Es la tremenda cuestión de la eutanasia de los extremadamente incapaces, de los muchos pacientes cuyo estado de conciencia ha decaído hasta el punto de no darse cuenta de lo que pasa a su alrededor, de tener que vivir dependiendo decisivamente de la ayuda que los demás quieran prestarles. En el fondo, lo que el drama de Terri encierra es esto: si el futuro está en ayudar a los dependientes o en abandonarlos a su propia debilidad.
Es un asunto apasionante. Y, en medio de tanta polémica, hay que agradecer a los norteamericanos que se apasionen como ellos lo hacen. Necesitamos, en esto, tomarlos como ejemplo.
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